tdos los cuentos de grabiel garcia marquez
viernes, 12 de septiembre de 2014
alguien desordena estas rosas
Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo de rosas a mi tumba. Rosas rojas y blancas, de las que ella cultiva para hacer altares y coronas. La mañana estuvo entristecida por este invierno taciturno y sobrecogedor que me ha puesto a recordar la colina donde la gente del pueblo abandona sus muertos. Es un sitio pelado, sin árboles, barrido apenas por las migajas providenciales que regresan después de que el viento ha pasado. Ahora que dejó de llover y que el sol de mediodía debe haber endurecido el jabón de la cuesta, podría llegar hasta el túmulo en cuyo fondo reposa mi cuerpo de niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces.
Ella está prosternada frente a sus santos. Permanece abstraída desde cuando dejé de moverme en la habitación, después de haber fracasado en el primer intento de llegar hasta el altar para coger las rosas más encendidas y frescas. Tal vez hoy hubiera podido hacerlo; pero la lamparita pestañeó, y ella, recobrada del éxtasis, levantó la cabeza y miró hacia el rincón donde está la silla. Debió pensar: “Es otra vez el viento”, porque es verdad que algo crujió junto al altar y la habitación onduló un instante, como si hubiera sido removido el nivel de los recuerdos estancados en ella desde hace tanto tiempo. Entonces comprendí que debía aguardar una nueva ocasión para coger las rosas, porque ella continuaba despierta, mirando la silla, y habría podido sentir junto a su rostro el rumor de mis manos. Ahora debo esperar a que ella abandone la habitación, dentro de un momento, y vaya a la pieza vecina a dormir la siesta medida e invariable del domingo. Es posible que entonces pueda yo salir con las rosas para estar de regreso antes de que ella vuelva a esta habitación y se quede mirando la silla.
la siesta del martes
La mujer y la niña llevaban una bolsa con comida y unas flores; la niña se notaba triste y la mujer muy seria, llegaron a la casa cural buscando al sacerdote para que les dieran las llaves del cementerio.
Querían llegar hasta la tumba de Carlos Centeno Ayala, el hijo de la mujer.
En el pueblo Carlos C. Ayala era conocido como un ladrón y forastero.
El padre le pidió unos datos a la mujer y le entrego las llaves del panteón, afuera una muchedumbre observaba.
Todo ocurrió el lunes de la semana anterior, en la madrugada, cuando la señora Rebeca, viuda y solitaria, escucho ruidos en su casa.
Bajó hacia la sala con un viejo revolver, todo estaba oscuro, apunto hacia la puerta y disparó; fuera de la casa cayó un hombre con la nariz destrozada, muerto, era Carlos Centeno Ayala.

En el pueblo Carlos C. Ayala era conocido como un ladrón y forastero.
El padre le pidió unos datos a la mujer y le entrego las llaves del panteón, afuera una muchedumbre observaba.
Todo ocurrió el lunes de la semana anterior, en la madrugada, cuando la señora Rebeca, viuda y solitaria, escucho ruidos en su casa.
Bajó hacia la sala con un viejo revolver, todo estaba oscuro, apunto hacia la puerta y disparó; fuera de la casa cayó un hombre con la nariz destrozada, muerto, era Carlos Centeno Ayala.
un día de estos
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
la prodigiosa tarde de bartazar
Baltazar, un carpintero del pueblo hizo una jaula muy bella, todo el pueblo comentaba que era la jaula más bella del mundo.
Baltazar se veía desaliñado y sucio puesto que por 15 días había dedicado todo su tiempo y esfuerzo en hacer esa jaula.
Cuando al fin pudo descansar su esposa Úrsula y el acordaron que la jaula costaría $60.00; Baltazar se vistió y se cortó la barba, entonces el doctor Octavio Giraldo entro a la casa para ver la jaula de la que todos hablaban, quería dársela a su esposa como regalo.
Cuando la quiso comprar, le dijeron que ya estaba vendida, el hijo de Chepe Montiel la había encargado, el doctor insistió pero no se la vendieron.
Baltazar se dirigió a la casa de José Montiel, lo recibió su esposa, pregunto por Pepe; José Montiel bajo en fachas a recibir a Baltazar y a preguntar lo que pasaba, cuando le explicaron que Pepe había encargado la jaula, el Sr. Montiel llamo a su hijo y lo reprimió por sus actos; le dijo a Baltazar que se llevara la jaula, pues no la quería en la casa.
Pepe al ver lo que pasaba empezó a chillar y gritar. Baltazar entonces le regalo la jaula a pepe y le dijo al Sr. Montiel que de todas maneras para eso la había hecho.
Al salir de la casa el pueblo estaba emocionado de que Baltazar era el único que le había sacado dinero al viejo Montiel, lo felicitaron y le invitaron unas cervezas, pero al anochecer ya estaba borracho, pues era la primera vez que Baltazar tomaba en si vida.
Le contaron a Úrsula donde estaba su esposo pero ella no les creyó porque sabía que nunca tomaba.
En el bar Baltazar había gastado tanto que tuvo que dejar su reloj como garantía, se fue y cuando ya no pudo dar un paso más se quedó dormido en la calle con sus fantasías, le robaron sus zapatos, se dio cuenta pero prefirió seguir soñando.
Baltazar se veía desaliñado y sucio puesto que por 15 días había dedicado todo su tiempo y esfuerzo en hacer esa jaula.
Cuando al fin pudo descansar su esposa Úrsula y el acordaron que la jaula costaría $60.00; Baltazar se vistió y se cortó la barba, entonces el doctor Octavio Giraldo entro a la casa para ver la jaula de la que todos hablaban, quería dársela a su esposa como regalo.
Cuando la quiso comprar, le dijeron que ya estaba vendida, el hijo de Chepe Montiel la había encargado, el doctor insistió pero no se la vendieron.
Baltazar se dirigió a la casa de José Montiel, lo recibió su esposa, pregunto por Pepe; José Montiel bajo en fachas a recibir a Baltazar y a preguntar lo que pasaba, cuando le explicaron que Pepe había encargado la jaula, el Sr. Montiel llamo a su hijo y lo reprimió por sus actos; le dijo a Baltazar que se llevara la jaula, pues no la quería en la casa.
Pepe al ver lo que pasaba empezó a chillar y gritar. Baltazar entonces le regalo la jaula a pepe y le dijo al Sr. Montiel que de todas maneras para eso la había hecho.
Al salir de la casa el pueblo estaba emocionado de que Baltazar era el único que le había sacado dinero al viejo Montiel, lo felicitaron y le invitaron unas cervezas, pero al anochecer ya estaba borracho, pues era la primera vez que Baltazar tomaba en si vida.
Le contaron a Úrsula donde estaba su esposo pero ella no les creyó porque sabía que nunca tomaba.
En el bar Baltazar había gastado tanto que tuvo que dejar su reloj como garantía, se fue y cuando ya no pudo dar un paso más se quedó dormido en la calle con sus fantasías, le robaron sus zapatos, se dio cuenta pero prefirió seguir soñando.
en este pueblo no hay ladrones
Dámaso y Ana son marido y mujer; ella tiene 6 meses de embarazo y viven en un cuartito.
El 20 de junio de 1962 Dámaso se ausento toda la noche mientras su esposa había estado esperándolo.
Cuando llego, traía una bolsa con 3 bolas de billar que había robado con otros ladrones, Ana se lo imagino pero él terminó por contárselo todo.
Al día siguiente Ana salió a la plaza para “echarse una vueltecita”, pero todo el pueblo sabía que habían entrado a robar en el billar, habían cargado con las bolas de billar y $200.00, la policía pensaba que había sido un forastero.
Ella regreso con su esposo al cuartito, ella le dijo que se habían robado $200.00 y no 25 centavos como él había dicho, Dámaso le volvió a decir lo mismo hasta convencerla.
El 20 de junio de 1962 Dámaso se ausento toda la noche mientras su esposa había estado esperándolo.
Cuando llego, traía una bolsa con 3 bolas de billar que había robado con otros ladrones, Ana se lo imagino pero él terminó por contárselo todo.
Al día siguiente Ana salió a la plaza para “echarse una vueltecita”, pero todo el pueblo sabía que habían entrado a robar en el billar, habían cargado con las bolas de billar y $200.00, la policía pensaba que había sido un forastero.
Ella regreso con su esposo al cuartito, ella le dijo que se habían robado $200.00 y no 25 centavos como él había dicho, Dámaso le volvió a decir lo mismo hasta convencerla.
Esa noche él fue con sus amigos al cine, ya comenzada la película la policía entró precipitadamente y agarro a un negro monumental pretendiendo que él era el ladrón, Dámaso se alteró pero no dijo nada, terminó de ver la película y regreso al cuartito con Ana, para cuando llego hasta ella sabía lo que había ocurrido, por lo que él enterró las bolas debajo de la cama, fumo unos cigarrillos y se durmió.
A la mañana siguiente Dámaso fue al billar con Don Roque, el propietario y se enteró que Don Roque había ordenado nuevas bolas y que llegarían antes de un mes.
A la mañana siguiente Dámaso fue al billar con Don Roque, el propietario y se enteró que Don Roque había ordenado nuevas bolas y que llegarían antes de un mes.
la mujer que llegaba a las seis
La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José.
Acababan de dar las seis y el hombre sabia que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
Acababan de dar las seis y el hombre sabia que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
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